miércoles, 4 de enero de 2012

CAPÍTULO DIECISÉIS.

-Érica, ¡te juro que no encuentro los zapatos!-dije yo. Era el día de la fiesta y había quedado unas horas antes en su casa para que me arreglara el pelo pues yo con eso era un desastre.
Estaba extremadamente nerviosa por volver a ver a Diego, tanto incluso que no encontraba los zapatos que tenía que ponerme.
Yo iba de un lado a otro de la casa, buscándolos por todos los lados mientras hablaba con mi amiga.
Entonces pasé por la habitación de mi hermana y vi que estaba haciendo posturitas delante del espejo con el vestido más bonito de mi madre y a un palmo del suelo.
-Érica, luego hablamos, que creo que los he encontrado-contesté a mi amiga.
Entré sigilosamente a la habitación de mi hermana y me paré a unos pocos centímetros detrás de ella.
-¿Qué haces Rebeca?-le pregunté.
Ella se sobresaltó y dio un brinco.
-Jo, ¡me has asustado!-contestó, poniendo carita de corderito degollado.
-Ese vestido te viene un poco grande, ¿no? ¿Es de mamá?
Ella se miró, de arriba abajo y luego, confesó:
-Sí-murmuró su carita angelical.
-¿Y esos zapatos que llevas puestos?
-Son tuyos teta… ¿Me perdonas?
Yo vacilé. Ésta niña cada ves que hacía una trastada me tocaba el corazoncito,.
Tenía unas ganas tremendas de ir a la fiesta, pero por otro lado me entristecía no pasar tiempo con mi hermana. Ojala todo fuera más sencillo.
-¡Pues claro que te perdono princesa! Es más, ¿como me voy a enfadar con la niña más guapa del mundo?-le dije, haciéndole cosquillas.
-¡Teta, me haces cosquillas!-me dijo risueña-. Esque yo quería ir contigo a la fiesta de mayores-prosiguió, alicaída.
Touché.
-Y yo quiero que vengas cariño, pero esa fiesta es para la gente mayor. Además, seguro que te aburrirías mucho.
-Pero, ¿vendrás a contarme un cuento antes de acostarme?
A eso no le pude decir que no. Es más, se me encogió el corazón de una forma que jamás se me habría encogido. A cualquiera que hubiese mirado Rebeca con esos ojitos saltones, con su cabecita rapada y haciendo pucheritos se le habría encogido.
Cogí el vestido y mis zapatos y me encaminé a casa de mi amiga.
Pasada una hora, me encontraba en el baño de Érica. Ella me estaba contando todo lo que había hecho para preparar la fiesta y como Óscar le ayudó.
Al final no pude más y estallé:
-Oye, amiga, ¿cuándo me piensas decir que te gusta Óscar?-le solté.
-¿A quién? ¿A mí? ¡Pero qué chorradas dices! ¡Cómo si no me conocieras!
-Precisamente por qué te conozco lo sé. Además, te has puesto roja como un tomate.
-Esque hace mucho calor aquí dentro-Érica dudó en hablar y hubo un tenso silencio. Bueno, realmente se oía el ruido del secador y la laca, así que no era un silencio del todo.
Entonces le quité el secador de las manos y me quedé mirándola a los ojos, esperando una respuesta.
-Está bien, me has pillado-murmuró.
-¿Has visto como no era para tanto?-le respondí, sonriente, devolviéndole el aparato-¿Cuándo se lo piensas decir?
-¡Para el carro, vaquera!-me soltó Érica-. Una cosa es que me guste y otra bien distinta es que se lo piense decir.
-¿Y por qué no?
-Porque… Sé que él no siente lo mismo por mi…-respondió entre susurros y cabizbaja.
-Puede que sí o puede que no, pero hasta que no se lo digas no sabrás lo que piensa, ¿no crees?
Hubo otro silencio. Érica se iba poniendo roja por momentos: nunca había visto su tez morena tan colorada.
-Tienes razón-consiguió decir.
-Entonces, ¿se lo dirás?-dije con voz entusiasmada.
-Cuándo tenga el valor necesario, sí.
Reprimí mis ganas de ponerme a saltar como una tonta por la emoción y le respondí con una sonrisa:
-Me alegro mucho, Eri. Ya verás como él siente lo mismo.
-Anda, no digas tonterías y vamos a vestirnos. Tu pelo ya está perfecto y el maquillaje también.
Al salir del aseo me encaminé a su vestidor, pero antes de que pudiera abrirlo Érica se interpuso en mi camino. Yo estaba ansiosa pues uno de los tantos secretos de esa noche para mí era el vestido que luciría mi amiga.
-¿Estás preparada?-preguntó, juguetona.
-¡Sí Eri, estoy ansiosa por ver tu vestido!
-Está bien, pues cierra los ojos y te lo enseño.
-A veces creo que disfrutas haciéndome sufrir-dije yo, tras una breve risa.
-¿Están cerrados?-preguntó, haciendo caso omiso de mi comentario.
-Sí-dije en voz cansina, obedeciéndola.
Cuando mi amiga se aseguró de que no veía nada, abrió la puerta del vestidor y sacó algo de él. Un ruido de despasar una cremallera grande. Otro del roce de dos telas. Acto seguido, Érica se estaba poniendo el vestido. Otra cremallera, esta vez más pequeña. Ahora unos pies descalzos que pasaban junto a mí hacia el otro lado de la habitación. Después, un… No, dos sonidos en el suelo, como si hubiesen dejado caer dos objetos al suelo del parqué.
-Estoy lista-dijo una voz saltarina tras de mí.
Entonces abrí los ojos y lentamente me giré para ver a mi amiga.
-¿Te gusta?-preguntó.
Estaba preciosa.
Llevaba un vestido con un solo tirante en la parte izquierda. Ceñido hasta la altura de la cintura y, a partir de ahí el vestido le caía en pequeños volantes hasta las rodillas. Era de un color lapislázuli intenso precioso.
-Me encanta-conseguí decir, al fin.
-Bah, no es para tanto. ¡Ahora te toca a ti!
Fui obediente y hice caso a mi amiga.
Me encaminé hacia la percha donde estaba mi vestido. En comparación con el de mi amiga era demasiado mediocre, sobresaltaba pero por lo bajo, pensé.
Era de un color crema claro, holgado y con palabra de honor. Me llegaba dos dedos por encima de la rodilla y llevaba una cinta esmeralda gruesa atada en la cintura y acabada en un lazo. Tenía unos zapatos a juego del mismo color al de la cinta y dejaba los dos primeros dedos del pie al descubierto; también tenía una cinta que iba de la parte más alta del zapato (producida por el tacón que tenía) a la parte inferior, donde se enredaban unas tiras de un verde más tenue al de la cinta.
-Estás increíble-dijo Érica, emocionada-. No, no me mires así, con esos ojitos porque no te voy a dar tiempo a replicar-prosiguió mi amiga, sin dejarme reprochar que ella estaba mucho más radiante que yo, pero Érica es tozuda como una mula, y también me conoce demasiado-, así que retócate el maquillaje mientras yo bajo las escaleras: los invitados deben de estar a punto de llegar.
Y, repentinamente, como si todo estuviera preparado, suena el din-don de la puerta principal y a mi amiga se le ilumina la cara con una sonrisa.
-Et voilà! Date prisa Inés, necesitaré tu ayuda.
Después de decir eso se dio la vuelta y empezó a andar saltarina.
Yo estaba de los nervios. No podía parar de pensar que hubiese sido Diego quien ha llamado la puerta. Me temblaban demasiado las manos para poder maquillarme, pero si Érica me ve así no me dejaría bajar a la fiesta hasta que no estuviera perfecta, así que respiré hondo, hice caso omiso de los tembleques en mis manos y empecé a ponerme potingues en la cara.
El timbre no paraba de sonar, alguien puso el equipo de música a funcionar y se oían voces que charlaban unas con otras, pero allí no estaba la de Diego. Mis nervios se disiparon un poco al no oírle y empecé a bajar las escaleras que comunicaban el segundo piso con el primero.
Estaba en el último tramo de escaleras, el que se encuentra enfrente de la puerta principal, cuando Érica estaba abriendo la puerta, permitiendo pasar a otra persona que se encontraba fuera.
El corazón me dio un vuelco cuando por el resquicio de la puerta se asomó él, radiante y perfecto, vestido de esmoquin y con una sonrisa radiante, de oreja a oreja. Se me hacía extraño verlo vestido de etiqueta, pero el requisito indispensable que había puesto Érica para poder entrar aquel día en su casa era ese.
Entonces, inmediatamente mis piernas empezaron a bajar despacio-pues temía que con los tacones me cayera y yo fuera el tema principal de conversación de la fiesta, así que empecé a bajar las últimas escaleras, sin que mi cerebro lo ordenara. Fue un acto reflejo.
Érica se abalanzó sobre Diego, fundiéndose en un increíble abrazo, que incluso me hubiese puesto celosa de no haber sabido que eran familia.
-¡Diego, has venido! Pensé que no llegarías a tiempo.
-Si no hubiera llegado a tiempo éste hubiera sido mi último día en la tierra-contestó su primo.
-Tienes razón, si no hubieras llegado a tiempo te hubiera matado-dijo Eri, malinterpretando sus palabras, pues iban entorno a otra persona.
Entonces, Diego me vio descender las escaleras y su prima debió notarlo, pues se despidió y se fue hasta el otro extremo de la sala, poniendo alguna excusa de por medio.
Yo me puse roja como un tomate al detectar su mirada sobre mí. Entonces me dio igual la gente que había alrededor mirándonos y esos casi diez centímetros que separaban mi talón con el suelo, pues me puse a correr para, de un salto, caer en sus brazos.
Pensé que no había sitio más gratificante en todo el mundo que ese sitio en donde yo estaba, pues me sentía mejor que si estuviera en mi casa.
Estaba realmente emocionada y gracias a eso se me escapó una lagrimilla de pura felicidad y al intentar quitármela de mi mejilla ya era demasiado tarde, Diego se había dado cuenta y me la quitó de una caricia.
-¿Por qué lloras, pequeña? ¿Tan feo soy?
-No seas tonto-le dije, esbozando una sonrisa-. Esque… te he echado mucho de menos.
-Te puedo asegurar que yo más-me contestó mientras me acariciaba me mejilla, acercaba mis labios a los suyos y me besaba.
Entonces pensé que no podía sentirme más feliz nunca. Lo olvidé todo: olvidé la enfermedad de mi hermana, olvidé a Erik y a Érica y solo podía pensar en Diego. Diego y su sonrisa. Diego y su forma de mirarme. Diego y sus historias. Diego y sus labios. Diego y sus bromas. Diego y su forma de quererme.
Tras ese último pensamiento no pude disimular ese cosquilleo en el vientre que por más que quería ignorar no lograba hacerlo. Las llamadas “mariposas” no paraban de vitorearme y de augmentar su alegría mientras éste me besaba.
Si era un sueño, no quería que me despertaran jamás.
De repente oí entre el tumulto de voces pertenecientes a los invitados de la fiesta como llamaban a Diego, como si estuvieran buscándolo, así que no tuve otro remedio que dejarle marchar.
-No te preocupes pequeña, volveré pronto-me dijo, tras una caricia y un nuevo beso en los labios, pero éste fue más breve.
En esos momentos me sentía como si me acabaran de sacar de una nube y como si la gravedad de la Tierra no influyera sobre mí.
Me di la vuelta para ver si algún curioso había estado presenciando la escena. Para mi suerte todo seguía normal, o eso pensaba.
Me puse a buscar a Érica para contarle lo ocurrido, estaba segura de que le iba a gustar, pero antes de que pudiera encontrarla alguien se interpuso en mi camino.
Por su esbelta figura pude deducir que era un chico aquel que se había puesto en frente mía. Era bastante alto e iba muy bien vestido. No me quedó ninguna duda de quien se trataba cuando vi esos ojos pardos mirándome duramente a la cara y ese mechón rubio que le caía en la frente.
-¿Por qué?-me preguntó, con una voz fría como un témpano.
-¿Por qué, qué?-le respondí yo, sorprendida.
Pareció que le dolieran mis palabras. Vaciló, pero acto seguido me dijo «Ven» y antes de que me diese tiempo a responderle me había cogido de la mano y me llevaba hacia el jardín de su casa.
Entonces vi a Eri, ella también me vio a mí y a su hermano, pero prefirió no intervenir.
Al llegar al exterior, Erik me soltó la mano bruscamente y se quedó delante de mí, de espaldas.
Yo no sabía porqué se había puesto así y me entristecía verlo de esa manera. Él siempre había formado un papel imprescindible en mi vida. Siempre había sido mi amigo, más o menos en la distancia, pero siempre habíamos tenido tiempo el uno para el otro, ya fueran simples palabras de cortesía o grandes risas en clase. Y él lo sabía.
Pero todo pareció cambiar cuando llegó Diego. Me hacía transportarme a otro mundo dónde solo podíamos estar los dos y me aislaba de todo y todos con solo su presencia.
Hubo un tenso y largo silencio donde el dolor de Erik era tangible a través de su repentino mutismo. De pronto, él se giró bruscamente y me miró. Tenía los ojos anegados en lágrimas y su mirada era muy difícil de clasificar.
-¿Eres feliz?-murmuró en una voz abrupta.
-¿Qué si soy feliz?-contesté, dejando ver el miedo que me daba su semblante. Nunca le había visto de esa manera.
-Sí, si eres feliz, con mi primo. ¿Lo eres?-prosiguió en un hilo de voz, con un tono que parecía que iba a echar a llorar de un momento a otro,
Yo no pude contestar, así que me acerqué a él para intentar tranquilizarlo, pero no me dejó.
-No, Inés, no te acerques. Has dejado bien claras tus preferencias-me contestó. Seguidamente se dio la vuelta y fue camino hacia la puerta trasera de la casa, la del jardín, y perdí su rastro en la penumbra.
Entonces, me di cuenta de que los ojos me pesaban y no pude evitar que mis lágrimas empezasen a derramarse sin control, una detrás de otra.
No se me quitaba de la cabeza la última imagen que había cogido mi cerebro de Erik, tembloroso cogiendo una vía de escape lejos de mí.
Entonces pensé en Eri y todo el trabajo que había hecho con mi cara y cómo lo estaba dejando perder con mis lágrimas, así que me dirigí al aseo cabizbaja y evitando cualquier mirada a toda costa, pues aún no había dejado de llorar.
Entré y cerré la puerta rápidamente, sin tan siquiera fijarme por si había alguien dentro.
«Has tenido suerte, Inés. Estás sola» pensé.
Me acerqué al espejo para ver mi estropicio. Pensé que sería peor.
Era de esperar que tuviera un reguero de rimel negro que bajaba desde la parte inferior del ojo hasta la barbilla. Parecía sacada de un cuento de Hallowe’en.
Entonces oí que la puerta del aseo se abría y cerraba tras de mí.
Descubrí a una Érica con una copita de más entrando por el aseo. Entonces, al ver mi cara se asustó unos instantes y se dispuso a hacer lo que yo debería haber hecho al entrar, pasar el pestillo.
-¿Qué ha pasado?-preguntó, asustada.
Yo, resignada, le conté la historia tras alguna lágrima y, al acabar, no sabía si por compañerismo, por fruto del alcohol o por ambas cosas, mi mejor amiga también se echó a llorar.